Mi nombre es Julián y tengo 22 años de edad. Hoy vengo a leer, creo haber aprendido a hacerlo hace unos años, al igual que ustedes
lo hicieron en su momento.
Un día lunes cuando esperaba en el útero jugando
al “ca-chi-pun” con la placenta una mujer regaló a mi madre una pequeña cuna.
La cuna era un adorno; cabía en un bolsillo, pero creo que nadie nace
Pulgarcito, y si hay un hombre miniatura todavía no tengo el placer de
conocerlo. Extraño regalo fue aquel; sin explicación, sin uso práctico, una
menuda cunita de aspecto tierno. Pero ¿Por qué tal regalo? La mujer era una extraña
visita a la consulta, una cara nueva que no parecía humana. Venía con su hija,
una pequeña niña de 6 años, rubia, con margaritas y adenoides que no la dejaban
respirar tranquila. La mujer sabía por la secretaria que mi madre se iría con
prenatal (cosa que al parecer no hizo luego) y luego de conseguir una hora se
dirigió a la consulta con la cunita en una mano y con una pequeña mano en la
otra. Días antes la niña la vio hacer la cuna: hilando, usando algodón y
pequeñas piezas de maderita. Siete espinas esperaban en la mesa, al lado de una
almohadita y un colchoncito. La niña, inocente como tal, le preguntó: “Mami,
¿Qué estás haciendo?” Su madre, sorprendida con la aparición de la pequeña en
el cuarto le dijo “Mi amor, a veces hay gente que es feliz, niños con papá y
juguetes, niños que nacen en una cuna de oro y blandos almohadones. Cuando yo
terminé esto uno de esos niños morirá dentro de su madre, y los juguetes que no
serán de nadie serán para ti. ¿Qué te parece? La niña confundida se fue a
dormir con la garganta abultada. Paso la consulta y la niña fue operada
exitosamente. Ahora podía respirar bien y jugar con sus amigos del barrio. Mi
madre empezó a tener horribles dolores y casi me perdió 3 veces. En la mesa de
la consulta se mecía una pequeña cuna con siete espinas, maldiciendo hacia
adelante y hacia atrás en un balanceo incesante el nacimiento de un niño. La
extraña mujer volvió con la pequeña, sonriente luciendo sus margaritas entre un
harapiento vestido. Tenía hora para chequeo. Mi madre, llegando al último
trimestre de su embarazo la recibió cordial y le mostró que tenía la cunita,
con las espinas durmiendo en su interior, en la mesa. La mujer solo emitió una
leve sonrisa. Todo estaba bien, el plan era perfecto y yo me podría mientras la
placenta se aburría. Pero algo pasó; la niña, feliz de poder volver a dormir
sin ahogarse y salir a jugar tranquila con sus amigos se devolvió a la
consulta, tomo a mi madre de la mano y le dijo: “No juegues con esa cuna, es
mala. El niño que nazca en ella se va a pinchar porque tiene espinas”. Volteó
rápidamente su pelito rubio y se fue. Mi
madre le contó esto a mi padre, que
extrañado no hallo mejor respuesta que decirle “Quémala y bótala”. Y así fue. Incinerada
la cuna de espinas, mi madre consulto a una amiga de la familia, tarotista de
barrio, que le dijo: “Esa es una de las peores maldiciones, se regala un
artefacto maldito de siete sellos para
matar un bebé haciendo que nazca muerto, con el alma bebida por el
Diablo, para que este envía dinero y poder a la persona que lo invoca. Es magia
negra, oscura, ¿Quién te lo dio?” Mi madre no le dijo, solo le dio las gracias
por el aviso y se fue pensando esperanzada en que la pequeña no cambie y pierda
esa inocente gratitud que salvo la vida de su primer hijo.
Podría haber contado otra cosa: al principio pensé
en compartir la experiencia del hombre que espera: un humilde obrero de
construcción que esperaba al amor de su vida con un ramo de rosas baratas todos
los días Martes en una esquina de mi barrio. Un buen hombre por lo demás:
siempre que lo veíamos hacia un guiño, creyéndose matador, una especie de Don
Juan venido a menos, pero aún así Don Juan al fin y al cabo. Lástima que este
gentil hombre, mal afeitado a este
punto, agónicamente siete ramos de su sueldo desperdició por siete días, pues
la persona que esperaba nunca trabajó en mi casa ni en ninguna aledaña vivía.
Pero no, no servían. Una vez un amigo me contó que
un amigo de él capturó un duende un Miércoles. Sí, un duende, pequeño hombre
del bosque. No era un vulgar enano acondroplásico, era un noble gnomo. Mientras caminaba por
Reñaca luego de comer unos suculentos champiñones lo vio ahí, esperando la
micro. Corrió a la tienda de Don Homero y le pidió a Darío, uno de los hombres
que atendía allí, que le vendiera una soga y un pañuelo. - “$2.000 pesos” le
respondió. Acto seguido llamó a otro amigo y juntos asaltaron al gnomo: a plena
luz del día lo noquearon, lo drogaron y lo amordazaron, para cargarlo por las
escaleras a su casa. Cuando el gnomo despertó no estaba esperando la micro para
ir al bosque a almorzar con su señora; se encontraba amarrado en un armario con
un pocillo con agua y una zanahoria aguardando a su lado. Según me contaron parecía un conejillo de indias
tamaño enano, pero eso solo lo cuentan. Los amigos se veían afuera mirando por
los espacios de la puertecilla del armario, expectantes, a la espera de un
conjuro o una blasfemia del pequeño ser. Pero nada. Este a su vez los miraba
esperando un pie que lo aplastara o hasta que lo violentaran. Pero no. Un sapo
de micro, la madre del amigo y 2 pacos llegaron a salvarlo; se llevaron a los
jóvenes y su bolsa de estupefacientes y allí quedó el enano, perdón – gnomo -,
sollozando, olvidado en el armario.
En el llanto del gnomo recordé algo importante que
podría haber contado: Hoy jueves recordé al despertar que es el día largo, pero
también el día en que vengo a este taller. De entrada sé que voy por otros
motivos, pero al entrar recuerdo que tengo el pelo desordenado, patillas de
teleserie de época y que el 99% de los asistentes doblan mi edad o más.
¿Importará tanto? Me siento en mi silla y tomo leche como cualquier otro, y en
ese momento, y por primera vez en todo el día, entre clases y tutorías de campo
clínico, siento que estoy cerca de una relación simétrica con los doctores: me
aleja de la realidad que yo mismo formé a lo largo de 3 años. Cada vez que llego, observo y con suerte
conozco a mis docentes: a veces viene Pablo de sexto y siento un poco de
empatía en esto de sentirse a la par con doctores en por lo menos algo…
nuevamente lo pienso y también hizo florecer una esperanza que al momento de
estudiar había perdido: se puede ser profesional, pero también se puede ser
amante de las pasiones artísticas que nos empañan de humanidad. Después de unas
horas (que se hacen pocas) de cuentos, fantasía, sueños, locura, muerte… y
bueno algunos poemas poco amigables también, me voy a mi casa feliz de que fue
Jueves, aprendí más aún y pude ser solo
yo, una opinión igual a la de los demás
ya doctores y otros invitados que espían como yo el “Taller de
Literatura para Médicos” con aires de asombro ante tal sin sentido.
Va… cuando me di cuenta que ya estaba en mi casa,
día Viernes, y crecí. Sí crecí. Me quedé chico pero creo que estoy pareciéndome
a un adulto. Hace poco estaba entre libros Santillana e instrumentos de palo,
enlodado en las canchas de rugby, quemando los libros de editorial Zigzag a
final de año y con poca a nula noción del exterior. Solo crecí y ni siquiera me
di cuenta de cuando deje de hacerlo. Odiaba el colegio, y todavía lo odio.
Esperaba ansioso el Viernes, el loco Viernes. Salir corriendo mochila a
cuestas, obviar la fría despedida del portero (o el guardia de penitenciaria
que sobraba por ahí), cruzar la calle sin mirar, y subirme al auto de la señora
Pilar que nos llevaba al hogar junto con los gemelos Lermanda. Llegar los
Viernes siempre era diferente: comida rica y variada, luego las llamadas de los
amigos, y hacíamos más de un desmán: recuerdo tomar mi patineta y salir a
recorrer el barrio, tal vez grafitear inteligentemente alguna estupidez afuera
de mi casa, o entrar de incógnito al colegio que quedaba cerca para patinar en
pisos de cerámica. También recuerdo un lumazo del guardia y un gran escape al
bosque de pinos para esconderse del retén de carabineros. Qué más da, a los 14
años solo nos divertíamos y no éramos ningún “Cisarro”. ¡Ah verdad! También los
amigos más grandes mostraban su ingenio; más de una vez nos llevaron a comprar
AXÉ para hacerlos explotar en fogatas: cajas llenas de desodorantes que no
tenían mayor función que simular un ambiente guerra mundial entre las dunas,
hoyos que paleábamos por 3 días (alias BUNKERS), los cerros, el viento, y si
alguna vecina se ponía histérica podía incorporarse a la batalla un camión de
bomberos o un ADT security. Lindos Viernes.
Todos los sábados me dedico a conmemorar los
himnos de mi extendida edad del pavo con mi mejor amigo y mi abogado. De este
modo todos los sábados son felices, más de lo que cualquier persona podría
imaginar, pues no miramos con melancolía el pasado, sino que lo vivimos
nuevamente; ser y no ver. Existir nuevamente en pretérito de manera activa, y
renacer entre carne y hueso, comiendo extasiados el polvo de nuestra felicidad.
No hay nada mejor para el hambre que esto, nada mejor que el sonido para calmar
las almas de los que aún jóvenes se sienten envejecidos.
Me queda un día, el Fomingo – “Ha, podría ser esta
la historia buena”: de niño soñaba con un crucifijo al final de un pasillo de
mi casa, y en ese crucifijo el niño Jesús, con gacha melena, lloraba. Nadie
quería jugar con él, o eso me contaba, por lo que todos los Fomingos de su cruz
bajaba y me perseguía por el pasillo
hasta que mi almohada lo ahuyentaba. Semana tras semana me seguía, por el
living, por el comedor, al baño, en el refrigerador y ni siquiera podía ver
televisión sin que apareciera con su enanés desde dentro de un cajón. Hasta que
un día (y vaya que santo día) el mañoso de Jesús dejó de molestarme, así que
pude aprovechar mejor la mañana del Fomingo, recreándome en el arte y la
imaginación a su máxima expresión… durmiendo.
Y dormido ya, como más de algún lector presente,
puedo decir que no tengo mucho más que relatar; parece que es difícil contar
cuentos, y eso que el Dr. Bastías lo hace ver tan simple y bonito ¿¡cómo será
contar uno bueno!? Creo que tengo tiempo
para llegar a eso y hoy no es el momento pues solo expongo, leo: y esto que les
leo, ¿qué es? Son puros cuentos, si me creen o no da lo mismo, porque el papel
se arruina, las palabras se las lleva el viento, y los archivos Word en algún
momento no serán todos compatibles y se perderán como los disquetes. Muchas
gracias, y nuevamente Buenas Noches.
(A los 24 y habiendo renunciado al negocio de la medicina me di cuenta que no estaba tan mal; arte médico e inteligencia militar son excusas, no diferentes unas de otras).
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